Desde muy niña mis padres sembraron la semillita en mí y mis hermanos de no limitarnos por aquello
que nos había tocado vivir, que siempre podíamos ir más allá y buscar otras posibilidades. Recuerdo
que, de pequeña, en nuestra casa no teníamos electricidad, así que por las noches nos sentábamos en
la entrada a ver las estrellas. Mi papá nos decía que nosotros habíamos nacido para ser grandes, para
brillar como esas estrellas.
Yo era la mayor de ocho hermanos, vivíamos en un contexto de pobreza. Además, soy de piel oscura,
y para completar soy mujer. Todos sabemos que en un país como Venezuela se vive el racismo de una
manera solapada, y también existe la cultura machista. Entonces nací con unas condiciones que me
negaban posibilidades en la sociedad. Pero esa semilla de mis padres dio su fruto. El mensaje siempre
fue muy claro: no importa cuál sea nuestro origen, o los problemas que nos rodeen, eso no nos
determina. Más allá de aquello que nos limita está nuestra verdadera esencia.
Mi pasión es ver la transformación de la gente. Sacar la mejor versión de las personas. Mostrarles
todo su potencial. Así como en las mariposas: el propósito de toda oruga es desarrollar el esplendor
de sus alas y volar. Si uno se quiere quedar siendo oruga, inevitablemente va a sufrir, porque te
opones al proceso natural, y lo peor es que se te puede ir la vida en ello.
Mi filosofía es la de la «flor de loto». Basta con que un niño o niña, aunque haya crecido en un
contexto difícil o disfuncional, tenga al menos un referente de amor: alguien que haya creído en él, le
impulse, le dé aliento, entonces tendrá la posibilidad de cambiar su vida, a pesar de que haya vivido lo
peor. Un simple gesto se puede convertir en un poderoso agente de cambio para esa persona, para
mejorar, transformarse y florecer.
Una anécdota que siempre recuerdo, y que me afianzó esa convicción, fue un día, mientras hacía
voluntariado en la cárcel de La Planta, estaba muy ocupada atendiendo un grupo de muchachos, y
uno de los internos me insistía en que le atendiera a él. Enseguida me detengo, lo observo, me inclino
hacia él, le sostengo su rostro entre mis manos, y con cariño le digo: está bien mi corazón, dime, ¿qué
es lo que tú quieres?… Con ese simple gesto, a ese muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas… Era
uno de los peores delincuentes que estaba en ese pabellón. ¿De dónde salieron esas lágrimas?… Él
fue ese niño que nadie abrazó, que nadie había tratado con amor.


En lo profundo de cualquier persona, independientemente de que sea el peor delincuente, ahí
está Dios. Ahí está el Espíritu. Ahí está lo bueno de esa persona. Solo que está cubierto como
con capas que hay que ir quitando. Esa es mi convicción, hay tantas personas extraordinarias
que solamente necesitan una oportunidad. Y cada persona es una nueva «Rodriga» que llega a
mi vida. Cada vez que yo conozco a alguien, sé que esa persona me trae una parte de mí que
todavía no conozco. A fin de cuentas, todos somos uno. Eso es lo que me hace creer en la
humanidad.