¡Los sabores me despiertan! Desde el desayuno hasta la cena, y me conectan con los demás, porque cuando yo pruebo un pan ¡que está buenísimo!, y le echo una mantequilla ¡que está buenísima!, además con un rico quesito, y muerdo aquello…, yo quiero, inmediatamente, que tú lo pruebes, «prueba esto, ¡qué divino está!». Yo como chef soy así. Mi placer más grande en la vida, es compartir. La cocina es comunicación, y un acto, además, de vida. Y el compartir es lo más bello que tiene.
Comencé hace más de 45 años a trabajar con la cocina venezolana. No estaba fundamentada la base del mercado de los productos venezolanos de calidad, no existían las escuelas de cocina. Los chefs estaban en el extranjero, y mujeres chef no había. Ser cocinera era absolutamente imposible para mi familia, casi una falta de dignidad que yo estuviera en la cocina. Yo era la primera de la clase, mi mamá juraba que iba a ser matemática pura; yo sigo pensando que la cocina son asociaciones y eso me encanta. Así que la lucha más grande no fue con el país, fue en mi casa.
Cuando yo tenía cuatro años mi mamá estudiaba medicina, ella se había divorciado… —para ponerle el toque de telenovela al asunto—. La niña chiquita, de cuatro años, jugaba en la cocina a batir claras de huevo para ir a las clases de canto y aclararse la voz. Entonces tú comprenderás que cuando yo vi aquello, ¡aquellas claras viscosas!, además las claras de huevo no huelen como muy rico, olí aquello y dije: «¡Guácatela!, ¿esto es lo que me voy a comer?». No me gustaba mucho el asunto. Así que empecé a batirlas como me habían dicho, le eché azúcar y cuando vi aquella masa blanca, prístina, que flotaba delante de mí, dije: ¡Una nube!, me monte en esa nube y más nunca me bajé de ahí. Seguí cocinando todo el tiempo.
En mi casa, aunque no les gustaba mi profesión, les encantaba comer. Mamá era una extraordinaria cocinera y a mi abuela le encantaba la buena mesa. Y mi padre fue el primer crítico gastronómico de este país. En la medida en que yo me aplicaba, mis padres se sorprendían, no terminaban de aceptar que fuera cocinera, pero me daban más libertad, me dejaban cocinar, hacía cenas para mis amigos; aunque siempre hubo esa frustración de que yo no tuviera una profesión convencional. Empecé a hacer cenas para 30 personas. La primera fue para el embajador de Bélgica en Venezuela, teniendo apenas trece años de edad. Tú comprenderás que cuando te traen un pargo de casi 10 kilos, a esa edad, y resulta ser un pargo piedra que son tiesos, y tienes a 30 personas afuera esperando, es como una película de terror. Yo tenía el pescado en el horno y no se ablandaba, y mi papá, que era un histérico, y se las había echado con todos los invitados con el famoso pargo que había comprado, abría la puerta de la cocina y decía «¡¿Dónde está el pescado…?!».
Hice toda una escenografía —porque para mí todo es una escenografía, desde chiquita les hacía grandes celebraciones a mis muñecas, hasta les preguntaba si les había gustado lo que les hice—. Resulta que yo saqué aquel pargo del horno y agarré un cuchillo y lo corté, y me di cuenta que estaba cocido pero duro. Le quité la piel, agarré toda la carne y la meché, preparé una salsita con una crema y unas finas hierbas del jardín, naranja, limón y no sé cuántas cosas más, y luego reconstruí el pescado completo. Eso fue para mí como haber envejecido 20 años a los 13 años; así pasé a la edad adulta. Para mí siempre ha sido una maravilla atender a las personas. Es darle vida todos los días a la gente. Y dar vida es lo más bello que hay.
Entonces, tienes permanentemente como una sinfonía que te está motivando, porque cada gusto te dispara una sensación. Es entrenamiento. Tienes que tener la condición de los sentidos muy activados. Si no los activas todos no puedes percibir en su totalidad, como decía Leonardo da Vinci, que la percepción es la sinfonía de los sentidos, es la que te permite acceder a la gastronomía. Es un acto de concentración. Tú puedes intuir «este níspero se ve divino», pero hasta el momento en el que tú lo hueles, pruebas, no se hace níspero, es como empiezas a descubrir. Un ingrediente nunca es igual a otro. Un tomate no es igual uno que otro, a pesar de que son igualitos, los sabores pueden ser totalmente distintos. Y con los mapas que tienes en la lengua, con lo amargo, lo dulce, lo salado. Todavía a mi edad yo estoy descubriendo sensaciones.
Desde que estoy en cocina los chefs se ríen de mí porque siempre cargo collares con dijes. Elementos que me vinculan con símbolos importantes para mí. De acuerdo a la importancia que tenga sobre mí el objeto. Por ejemplo, el sol para mí es mi hija. La pepa de zamuro para eliminar malas vibras, después la llave para abrir todas las puertas. Desde que estaba chiquita a mí me han gustado las llaves. Una vez un señor que vivía en una dictadura terrible vino a mi casa, era poeta, yo tenía cuatro años, saque la llave del clóset, después de oírlo recitar le dije: «Tome, esto es para que abra las puertas de la libertad de su país», y le di la llave. El señor, hasta que murió, cargó la llave en su llavero. Para mí la llave es la libertad.
Todo hace que no solo te despiertes para saborear una maravilla de aroma de café, sino que te despiertes para saborear un país que solo quiere responder a su biodiversidad, responder a su capacidad de sorprendernos, porque la capacidad de sorpresa que tiene este país es infinita.