Soy mujer y abogada. En paralelo con el ejercicio siempre tuve interés por los derechos de la mujer; la única militancia que he tenido en mi vida es el feminismo. Empecé en los años 70 y con el tiempo trabajé como activista por el reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres, su formación y empoderamiento de manera que logremos autonomía económica. En este momento estoy al frente de Voces Vitales de Venezuela, es una organización que promueve el liderazgo de las mujeres, y el trabajo para la prevención y atención de la violencia de género.
Me interesan las comunidades de mujeres y establecer relaciones de sororidad. También la identificación de los estereotipos que enfrentan, sus discriminaciones y situaciones de violencia. Siempre me sentí bien recibida en los grupos de mujeres, diría que no solamente han sido una comunidad de intereses ideológicos y profesionales, sino que mis amigas de la vida, y compañeras de tantos años, vienen de esos grupos. Ahí se construye un tejido social que se alimenta de esa comunidad que comparte intereses, metas y trabajo. Creo que eso ha sido un pilar muy importante para mí, porque además del activismo feminista, tengo una vida. Me he casado dos veces, tengo dos hijos de mi primer matrimonio y llevo más de 30 años en mi segundo matrimonio.
En la medida en que uno es un ser social, de relaciones, un ser lector, uno va encontrando identificaciones, intereses comunes, solidaridad, y va construyendo una manera de vivir, actuar, y comprometerse; eso es lo que va a construir una voz. Creo además que la voz se construye cada día. A mí me gusta tener una presencia activa en los sitios donde tengo la oportunidad de estar. Yo creo que uno debe ser partícipe porque además es una elección —estoy ahí porque me gusta y quiero—. Entonces, si me gusta y quiero, hay que levantar la mano. Incluso si es para contraponer ideas. La única manera de que sea un protagonismo activo, es con algo de atrevimiento.
Creo que todos tenemos historias que contar. Historias de éxito y también de derrotas personales y profesionales. Eso de que no me arrepiento de nada tampoco es verdad, en la medida en que van transcurriendo los años dices: ¡Caramba! Hubiera podido, en vez de hacer este trabajo, hacer este otro. Cuestionarse es lo mínimo que uno puede hacer porque eso de instalarse en una zona de confort y regodearse de eso, me parece que revela cierta pobreza de espíritu. Hay que tener los ojos abiertos y un poco de tolerancia. Tolerancia no sólo a los otros, sino tolerancia a mí misma. He aprendido a aceptarme, he tratado de aprender a comprenderme, perdonarme, tolerarme; y trato también de aplicar eso a los demás. Creo en que hay un camino de tolerancia y solidaridad que tenemos que caminar, y que solo se puede trabajar caminando juntos.
Me gradué de abogada en la Universidad Católica, y me fui a estudiar tres años en Francia, desde 1975 a 1978, con una beca de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. Eran momentos de efervescencia y no había que apurarse mucho, bastaba con tener los ojos abiertos y las orejas paradas. Cuando regresé de Francia se estaban creando los primeros grupos feministas aquí en Venezuela y ahí encontré mi espacio, porque creo en la necesidad de participar en el medio donde vives. Si yo vivo en Venezuela es porque quiero vivir aquí, quiero estar incorporada a la vida de aquí, quiero ser partícipe y protagonista del lugar donde me desempeño y vivo. Estoy contenta de vivir en Venezuela, no sería un autor de cambio en ninguna otra parte del mundo.
Diría que la vida misma me inspira. Me levanto cada día porque tengo cosas que hacer que yo misma he elegido hacer. Hago lo que hace todo el mundo para resolver su vida cotidiana y le echo pichón, porque no hay de otra. También siento que cada día hago algo que me hace mejor persona, de alguna forma. La calidad humana me parece indispensable, que la gente viva de acuerdo con valores. Me gustaría que si van a recordarme pensaran que «viví de acuerdo a lo que creía; y fui una razonable, buena persona».